¿ Hasta que punto un ser egoísta, que vampiriza siempre a sus afectos o ante cualquier prójimo, que sucumbe ante al halago hasta límites insospechados, que adora ser adorado pero es incapaz de ningún sentimiento, que necesita siempre que lo amen sin límites, que lo admiren casi o mejor dicho como a un dios no se transforma en un monstruo que asusta mucho mas que cualquier invención apestosa del imaginario popular? Escrita y dirigida por Darren Aronofsky (el mismo de “El cisne negro” y “Réquiem para un sueño”) partió de esa premisa para esta producción que recurre a lo fantástico, a lo desmesurado y operístico para dar la verdadera dimensión de un ser ególatra al extremo. Todo comienza en una casa idílica, ubicado en un entorno verde, muy de revista de decoración. Allí vive un escritor y su joven esposa. Esa casa se incendió en el pasado y ella la reconstruyó pieza por pieza hasta dejarla impecable, aunque algunas inquietudes y crujidos dan cuenta de que algo anda mal. En ese paraíso llega un matrimonio extraño que el protagonista invita a vivir en el lugar. Y poco a poco todo naturalismo se pierde y se llega a situaciones sangrientas e invasivas. Un pequeño remanso y el pandemónium otra vez. Dos horas y un despliegue técnico, delirante, violento, religioso y por sobre todo muy barroco para demostrar que monstruos puede genera un humano, sin ser ni hombre lobo, ni vampiro, ni de otra galaxia o el resultado de una explosión atómica. No hace falta más que enorme y puro egoísmo, incapacidad de amar. Da miedo y desconcierta, es revulsiva pero no deja de ser una original manera de ilustrar lo que ocurre con la mente humana.