Cuando James Cameron recibió el Oscar como mejor director por Titanic, se adueñó de la frase que decía Leonardo Di Caprio y se la creyó para siempre. “Soy el rey del mundo “gritó en el final de su agradecimiento. Un hombre que hizo la película más taquillera, ganándole a su propia creación, que tardo diez años en hacer la secuela y que regresa con un plan que incluye “El camino del agua” y tres más (la tercera ya hecha y la mitad de la cuarta), se transforma en un creador único. El que consigue presupuestos de 350 millones de dólares y le promete a la industria cinematográfica que este film marcará el retorno definitivo del público a las salas de cine. Es fácil creerle. Avatar construyó una hermandad de fanáticos que se transforma en un público cautivo. Ellos y los seguros nuevos fieles se encontraran con una película de tres horas, que es mejor verla en pantalla gigantesca y siempre en 3D, que provoca una atracción inmersiva, y gran admiración por todos los rubros técnicos, directores de arte, los actores que prestaron sus cuerpos y talentos para la captura de imágenes y toda la enorme experimentación tecnológica que tanto ama el realizador canadiense. Por ejemplo la utilización de los 48 fotogramas por segundo (como en “El señor de los anillos”) y la tercera dimensión mejorada, toda la nueva batería del CGI deslumbrante. Con ese bagaje es fácil enamorarse de cada nueva y grácil criatura acuática, de la belleza de la imágenes y demorarse tanto tiempo en presentaciones y situaciones no tan bélicas como la que toma la ultima hora. Por eso no es tan importante la historia, y hay diálogos y situaciones tan elementales que no se pueden creer. Jake y Kiri forman una familia, disfrutan de la vida de Pandora sin saber que los humanos planean un genocidio e instalarse allí, porque la tierra es prácticamente inhabitable. Un tema que recorrerá las películas que faltan. Aquí una persecución vengativa hace que la familia huya y se instale con otro grupo étnico adaptado a la vida en el agua. Y sin querer los involucre en la más cruenta de las batallas. Es el cine industrial en su máxima expresión, casi táctil como imaginó Huxley. Un film de indudable belleza artística en cada animal creado, ballenas gigantes, peces espada, mezclas de dragones con delfines, mantarayas lumínicas que ayudan a respirar bajo el agua, una entidad centro de toda la cultura. Y batallas sangrientas, cacerías crueles, pérdidas irreparables. Entretenimiento puro, a enorme escala, que cansa, que fatiga el uso de los anteojos, pero que a la vez es indudablemente atractivo.