Hay que reconocerle al director y también co-guionista, Chuck Konzelman, junto a Cary Salomón que encontraron un planeo original para el tema de la posesión que no pasa por apariciones remanidas y hechos de sangre truculentos. Se trata de una discusión moral o fingida, entre un condenado a muerte por ser un asesino serial, que asegura ser el receptáculo de un demonio. El diagnostico es crucial por locura o por responsabilidad de sus actos que puede salvar o mandarlo a ejecutar esa misma noche. A esa celda donde transcurrirá casi toda la película llega el profesional encarnado por Jordan Belfi, que se presenta como ateo y reemplazante de un psiquiatra anterior que se suicidó después de conocer al preso. El asesino y o poseído jugado por Sean Patrick Flaney le toca el rol dual. Entro los dos buenos actores se cruzan interesantes planteos sobre la maldad humana, si es o no superior a la demoníaca, y la duda constante de que el recluso puede fingir para salvarse o está realmente endemoniado. No está mal al comienzo este planteo de suspenso distinto y prometedor. Más aun cuando el preso le dice al psiquiatra que se retirará de la cárcel como culpable de tres asesinatos. Y aquí hay un problema serio. Los argumentos del demonio con respecto a la muerte asistida y especialmente el aborto son directamente panfletarios y de golpe bajo. Propaganda encubierta de trazo grueso. El resto se mantiene en un juego del gato y el ratón, con pocas vuelta de tuerca y sorpresa al final.